Ciudad Abstrakta
Pensamientos desvariados.
jueves, enero 15, 2009
La obsesión
Tuvo entre manos la idea y se lanzó hacia la forma, primero el boceto, luego el boceto, luego el boceto. El primer trazo fue incorrecto, el segundo ya no tanto, el tercero fue un completo desastre entonces el primero se convirtió en insuperable, pintura blanca, todo de vuelta, pero la idea ya no era la misma y la paciencia tampoco. La obsesión puede ser un proceso interminable, carecer de valentía para aplicar la estocada final; parece una persecución ciega, una habitación a oscuras, alguien que sacude frenéticamente los brazos en busca de belleza, perfección, exactitud, algo para llenarse la boca. El resultado, para los inexpertos, tiene que ver con la resignación, casi como una relación legal. Ni personas, ni objetos, ni lugares, la obsesión se aplica a lo intangible, una batalla adictiva e irreal.
miércoles, diciembre 31, 2008
El instinto
No sé cómo se encontraron, ni cuándo sus bocas se tocaron por primera vez. No tenían nombres ni rostros, se aplastaban sobre la pared de una fábrica cerrada, el muro gris salpicado y ellos que apenas se movían. Pasaban autos a toda velocidad y de tanto en tanto alguien cruzaba la vereda hacia la parada del colectivo, el único que atravesaba el barrio. Me quedé mirándolos durante unos minutos, actuaban tan silenciosamente salvajes, me hubiera gustado interrumpirlos, preguntarles qué es lo que los unía, por qué se abrazaban, por qué la boca, por qué a la sombra de un edificio sucio y abandonado, por qué al mediodía. Parecía un encuentro inevitable. Me imaginé una fotografía, muy en primer plano, en colores opacos. Encendí el auto y me fui pensando en la sociedad y en la reacción contraria: una bala en la nuca, una ceja rota. Como si, a fin de cuentas, lo que determinara el trayecto fuese la intensidad de los extremos.
jueves, noviembre 20, 2008
Las palabras
Las mañanas eran rituales. Desde el preciso instante en que abría los ojos se perdía en reflexiones inocuas. A veces hasta se esmeraba en recordar lo que había soñado para robar ideas. El señor Gutiérrez era un hombre solo, una línea le servía de inspiración. El urinario de Duchamp pintado de rosa. El contexto se le antojaba fascinante. El museo, el jugador de ajedrez que le falta el respeto sin más que una idea. El señor Gutiérrez estaba de acuerdo. Un gran punto de partida, un final incierto. Le gustaba entenderlo así. Entender - se resignaba- puede ser un goce estético. Sus poesías eran el caos. Le gustaba mezclar palabras, vislumbrar lejanos conceptos estéticos que ni a él mismo lo convencían. Era su lugar y necesitaba sentirse hermoso: las palabras lo ayudaban a vestirse, a desayunar galletas de chocolate (odiaba el color vainilla), a salir a la calle, a observar cómo las mujeres se acomodan el pelo cuando llegan al semáforo. El señor Gutiérrez prefería confiar en el misterio, conjugar mal los verbos.
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